El novelista trascendente
Sergio Ramírez
Mario Vargas Llosa entrará en la Academia Francesa el próximo 9 de febrero, algo extraordinario para un escritor que no es nativo de esa lengua, y esta es una noticia que se pierde entre la vocinglería chabacana, que busca arrastrarlo de los pies hasta el frívolo barrial de las revistas del corazón; arrastrarlo desde las alturas de la biblioteca La Pléyade, ese olimpo literario donde está Borges, y están también Proust, Joyce, y Kafka, y Tolstoi, que no cupieron en los parámetros a veces justos, pero también a veces burocráticos, geográficos, o de conveniencia política, del premio Nobel.
De todas maneras, un autor no es recordado generaciones después por formar parte de la lista de los Nobel, como se recordará a Vargas Llosa, porque el olvido, que todo destruye, ha enterrado los nombres, vamos a ver, de Sully Proudhomme, o de Rudolf Christoph Eucken, Gerhart Hauptmann, Henrik Pontoppidan, que lo ganaron en su día y hoy no nos dicen nada.
Un escritor trasciende porque siempre tiene algo nuevo que enseñar, como pensaba Ítalo Calvino; por un solo libro suyo que alguien lee en su adolescencia para buscar las claves de la vida, o de la historia presente, reflejada en la pasada, o porque en sus páginas podemos entrar en los laberintos de la condición humana. Un solo libro, un poema, o una sola línea que alguien pueda repetir de memoria, a como aspiraba Octavio Paz.
Vargas Llosa es el novelista en lengua castellana que desde Pérez Galdós presenta la obra más vasta, veinte novelas, si mis cuentas no se equivocan, y otros tantos libros de ensayos. Una construcción narrativa de más de sesenta años, sostenida por un afán de exploración incansable que empezó dentro de los muros de un colegio, en La ciudad y los perros, y se ha extendido hasta la Guatemala del derrocamiento de Jacobo Árbenz en Tiempos recios; la vida pública transmutada en las vidas privadas, según la enseñanza del viejo Balzac, lo que da a todas sus novelas una tesitura real, y que por realista no deja nunca de ser política.
Una cosa es que la literatura llegue a enseñar relieves políticos, porque se ocupa de la realidad -si en mis libros hay política es porque la política es universal, decía Darío-, esa realidad que en América Latina asombra y espanta por sus escenarios y personajes siempre anormales, de la dictadura cruel y gris de Odría en Conversación en la Catedral, a la insurrección mesiánica de los canudos en el nordeste brasileño de La guerra del fin del mundo. Y otra cosa son las opiniones políticas del novelista, que es por donde también se busca arrastrar a Vargas Llosa de los pies, la majestad de su obra literaria juzgada tras el lente no pocas veces turbio de las filiaciones ideológicas.
No se es buen o mal escritor según las opiniones o identificaciones políticas, aunque causen desazón en algunos, y rechazo en otros. Un grupo de intelectuales expresó en París el año pasado “su estupefacción”, porque se le otorgara una silla en la Academia Francesa, bajo el alegato de haber dado su apoyo político a candidatos de derecha, como Iván Duque, de Colombia, José Antonio Kast, de Chile, o la propia Keiko Fujimori de Perú, el caso más polémico de todos por el rechazo que mantuvo siempre contra el dictador Alberto Fujimori, tan siniestro, a su manera, como el Generalísimo Leónidas Trujillo de La fiesta del chivo.